domingo, 19 de junio de 2016

La fatalidad según Manchette


Cuando en 1969 Jean-Patrick Manchette envió el manuscrito de su primer libro, El asunto N’gustro, a la editorial Albin Michelle, esta lo rechazó, recomendándole que lo dirigiese a la colección Série noire, dirigida por Marcel Duhamel, quien sí terminaría publicándolo. Ocho años más tarde, la novela número nueve en la producción del autor, titulada Fatal, sufría una suerte inversa, al ser excluida de Série noire, donde Manchette había seguido publicando casi todas sus obras, por no considerarse lo bastante apropiada para sus estándares. El libro sería finalmente editado por Gallimard fuera de la celebre colección. Lo curioso del caso es que, leídas ambas novelas, no deja de resultar evidente que Fatal encaja mucho mejor en los moldes del noir, y tiene mucho más que aportar a este, que El asunto N’gustro, la cual no dejaba de ser una caricaturesca sátira política, muy subordinada al periodo histórico en que había sido escrita. Más que a su no pertenencia al género, el motivo del rechazo por parte de Série noire había estado al parecer relacionado con la escasez de acción en el libro. Aunque quizás tuviera algo que ver también el hecho de que Fatal fuese, aparte de una fascinante novela corta, una obra hasta cierto punto difícil de clasificar, tan inadvertidamente ambiciosa en su concepto como reveladora en cuanto a la filosofía de su autor.
Lo cierto es que en Fatal sí hay acción. De hecho, hay bastante. Pero esta se halla concentrada casi toda en el último tramo del libro, haciendo que un lector impaciente se pueda desesperar ante lo que a simple vista no sería más que una fría y desapasionada disección de la alta burguesía de provincia, aderezada con esporádicos toques de humor. El panorama de la ficticia Bléville se nos expone mientras seguimos a la protagonista, que para esta ocasión concreta ha adoptado el nombre de Aimée Jouvert. Se trata de una asesina a sueldo que viaja por pequeñas poblaciones prosperas, se codea con la flor y nata local y fisga en sus miserias y rivalidades hasta encontrar la manera de sacarles provecho. De partida, encontramos una de las constantes habituales de la obra de Manchette, nada original por otro lado, como es su reiterado ataque contra la burguesía y sus corruptas instituciones (en varias ocasiones se ha comparado a Fatal con Cosecha roja). Pero las virtudes del libro no serían tantas si terminasen ahí.
Manchette definía Fatal como una novela experimental. Aseguraba haber pretendido en ella poner en paralelo la degradación del marxismo a finales del siglo XIX y la contemporánea decadencia del estilo flaubertino. Por mucho que a continuación reconociese, quizás ante la necesidad de explicar la exclusión del libro de Série noire, que el tema no era propio de una novela negra, lo cierto es que en dicha declaración de intenciones coinciden los dos intereses fundamentales que recorren su obra: el ideológico y el estilístico. Los cuales suelen estar, según su propio ideario estético, intrínsecamente relacionados.
Para entender esto, lo mejor es acudir a un artículo publicado por Manchette en Le Matin en 1980 titulado Brindis por Dash. En el artículo, dedicado a Dashiell Hammett, a quien Manchette no dudaba en considerar como “el mejor novelista del mundo desde 1920”, el autor relacionaba el estilo de Flaubert y del realismo francés del XIX con el objetivismo (también llamado behaviorismo o conductismo) practicado por Hammett y sus contemporáneos unas décadas más tarde. Ambos estilos son, según sus palabras, “técnicamente regresivos”. Razones de desconfianza y desesperación llevan al texto a ser “sistemáticamente purgado de cualquier embellecimiento, de cualquier artilugio estilístico, de una poética capa de significado, hasta el punto de convertirse en lo contrario a un objeto artístico: un hueso humano”. El estilo objetivista surge de una desconfianza ante la interioridad de la gente. Cuando todo el mundo miente y engaña no queda sino atenerse a los hechos y tratar de extraer un significado de las apariencias. Incluso “aquellos que creen estar diciendo la verdad están en realidad expresando sus falsas conciencias: son ingenuos”.
En cualquier caso, la valoración que el autor hacía de la utilidad del objetivismo como estilo ligado a cierta ideología o actitud vital, aplicada al periodo histórico de los años 70, resultaba más pesimista y estaba claramente influenciada por su condición de sesentayochista desencantado, como muestran las últimas líneas del artículo:
 
“La novela negra norteamericana […] completó su desarrollo mucho antes de la muerte de su fundador. Aportó un juicio negativo de la literatura y de toda la sociedad de su tiempo. La cuestión de nuestra época actual ya no tiene que ver con este juicio, sino con su ejecución. Quien lea ahora a Dashiell Hammett por el placer de la distracción debería mejor estar asustado. Porque, para decirlo en pocas palabras: Esto es por lo que todos vais a morir” (Trad. del A.).

Esta visión es la que recorre Fatal de la primera a la última página. Aimée, protagonista definida por una notable ingenuidad, igual que muchos otros héroes Manchettianos, se engaña a sí misma creyendo que tiene el control y que actúa libremente contra un sistema que desprecia, inconsciente de ser, en último término, una herramienta al servicio de dicho sistema, una pieza del engranaje que, en el momento en que flaquee, se volverá hacia ella para destruirla. En este sentido, a Aimée le sucede lo mismo que a los terroristas de Nada, el libro más famoso de Manchette, aunque Fatal tiene la virtud de no entrar directamente en el tema político y de evitar así la deriva momentánea hacia la obra de tesis que aquejaba un poco a aquella, por otro lado, magnífica novela.
A través de esa ingenuidad, y de una inestabilidad emocional que a veces raya en lo infantil, se refleja al ser puro, aún no del todo contaminado, enfrentado a la podredumbre que lo rodea. Aimée (igual que Julia, la enferma mental de La lunática en el castillo, su claro precedente) es una criatura vulnerable capaz de una violencia inaudita, resultado de una rabia largo tiempo acumulada. Este modelo femenino sufriría una suerte de maduración, aparte de un desdoblamiento, en los personajes de Ivory Pearl y de Alba Black, protagonistas de la desgraciadamente inconclusa La Princesse du Sang (publicada póstuma en 1996). En cualquier caso, Aimée es quizás la versión más personal que el autor llegaría a dar del héroe clásico del hardboiled (mucho más interesante, en cualquier caso, que la del detective Eugène Tarpon de La morgue está llena y Un montón de huesos, sus dos novelas más mediocres); la de alguien condenado desde el principio, cuyos logros episódicos no son más que estadios en el camino hacia el fracaso definitivo, que para Manchette es el fracaso de la lucha del individuo solo contra el sistema capitalista.
Volviendo al tema del estilo, y a la referencia a Flaubert mencionada antes, Aimée se pasea por buena parte de la trama como una flâneur atenta al detalle, al tiempo que la voz narrativa la sigue cinemáticamente como una cámara de evidente vocación voyeurística. Existe en la novela, y ahí es donde radica su punto fuerte, una perfecta correlación entre estilo y personaje, que se aprecia especialmente en los momentos en los que la controlada sobriedad de Aimée se resquebraja para dar paso a un súbito estallido de locura y Manchette acompaña dicho estallido con una momentánea ruptura del tono del relato. La tercera persona se ve sacudida en estos casos por un brusco exabrupto, que puede por ejemplo adoptar la forma de una exagerada comparación, una de esas “pequeñas filigranas esperpénticas” a las que se refería Andreu Martín en su prologo a la edición de Ediciones B. Un buen atisbo de esto se nos muestra ya en el segundo capítulo, cuando Aimée se emborracha en el compartimiento del tren y termina frotándose todo el cuerpo con billetes del dinero que acaba de cobrar por un asesinato. Tras una descripción somera y distanciada del proceso, la voz narrativa rompe su impasibilidad al contar como Aimée hunde la nariz en el champán y “en el compartimiento de lujo del tren de lujo, tenía en la nariz el olor lujoso del champán, el perfume sucio de los billetes sucios y el olor sucio de la choucroute, que era como de meados o como de jodienda” (según la traducción de Javier Gispert).
Así, Manchette permite que el tono del relato se contamine del estado de locura transitoria de Aimée. Pero tras el punto y aparte, al llegar a Bléville, la voz narrativa, lo mismo que el objeto de su seguimiento, habrá “recobrado su habitual dominio sobre sí misma”.
Hacia el final de la historia, no podría ser de otra manera, Aimée volverá a perder el control. Al ir a cumplir con el contrato que se ha buscado en Bléville descubrirá que no es capaz de hacerlo, ya que sin ella pretenderlo se ha colocado en una situación que la enfrenta a sus propios valores y contradicciones. Y el querer dar marcha atrás, el pretender desbaratar el sistema, la situará directamente en el punto de mira de los “gilipollas” de los que creía estar aprovechándose. Junto a ella, veremos de nuevo como el estilo se toma licencias cada vez mayores.
En determinado momento, Manchette, que siempre mostró una sensibilidad muy cercana a la Nouvelle Vague, llega incluso a rozar la metaliteratura, al dirigir un comentario sardónico al lector a costa de la propia condición voyeurística de la voz narrativa: “La mujer no era visible en la oscuridad. De haber sido visible, no hubiera resultado agradable; o tal vez hubiera resultado agradable, todo depende de gustos”. Y semejante salida de tono, de marcado carácter posmoderno, alcanzará su paroxismo en las últimas páginas, cuando el autor se permita no solo personalizar a un narrador hasta el momento invisible sino identificarlo íntimamente con la que antes no había sido otra cosa más que su constante objeto de observación: “Después de un momento, no sé si debido a una visión que Aimée tuvo a causa de la sangre perdida o por otra razón, me pareció que iba vestida con un espléndido modelo escarlata…”.
El estilo y el personaje (o el material narrativo, que vendría a ser lo mismo) se unen y se transforman en una sola entidad. Una entidad que para Manchette ya no tiene ninguna posibilidad en el mundo en el que vive. Después de Fatal, lo que quedaría para Manchette sería el ejercicio del estilo por el estilo. Y no sería poco, si tenemos en cuenta que ello produciría la que es probablemente su mejor novela, Cuerpo a tierra (recientemente reeditada en España como Caza al asesino). Casi resulta significativo que, a pesar de su singularidad, su belleza y su innegable interés, Fatal sea, de entre todas las obras del autor, la que más parezca haber sido relegada al olvido. Quién sabe si porque, desde aquel primer rechazo de Série noire, la fatalidad en ella enunciada la condenara también de antemano.
Jean-Patrick Manchette
 
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