viernes, 16 de diciembre de 2016

Raymond Chandler. El joven poeta romántico (1ª parte)

Desde finales de los años treinta y durante las dos décadas sucesivas, Raymond Chandler estableció un modelo para la narrativa detectivesca que en determinados aspectos se diferenciaba del patrón marcado anteriormente por Dashiell Hammett. Las novelas de Chandler se caracterizaban por albergar una profunda carga romántica hasta entonces poco habitual en el género. Utilizando la voz en primera persona de su protagonista, el detective Philip Marlowe, Chandler consiguió teñir su prosa de lo que él denominaría “la controlada emoción semipoética” (citado en MacShane 1976:115). No es de extrañar que su biógrafo, Frank McShane, escribiese sobre él que “Como principal exponente de la escuela del “hombre duro” en los relatos de misterio, Chandler era también un poeta romántico” (McShane 1976:13). Lo cierto es que, muchos años antes de empezar a trabajar para las revistas populares de temática criminal, el autor había iniciado su carrera literaria como poeta.
Nacido en Chicago, el 23 de julio de 1888, Chandler tenía solo siete años cuando sus padres se divorciaron y su madre embarcó con él hacia Inglaterra para instalarse en la casa que su familia tenía en Upper Norwood, suburbio del sur de Londres. Más tarde, en 1900, se trasladarían a Dulwich, donde el futuro escritor podría asistir al reputado instituto público de la localidad. Dulwich aportó a Chandler una formación y un conocimiento de los clásicos que él mismo consideraría posteriormente como de suma importancia para su trabajo. Ante las dudas acerca de si esta clase de formación era la más adecuada para escribir novelas en un puro idioma vernáculo, el autor argumentaría:

“Una educación clásica te salva del engaño de la presunción, que es lo que le sobra a la narrativa actual. […] Si yo no hubiera estudiado latín y griego, dudo que supiera trazar tan bien la línea divisoria entre lo que llamo estilo vernáculo y lo que calificaría de estilo iletrado” (citado en MacShane 1976:26-27).

sábado, 12 de noviembre de 2016

Mark Girland. El espía free-lance de James Hadley Chase (2ª parte)


Al comienzo de Have This One on Me (1967), John Dorey se reúne en un restaurante de París con un exportador que trabaja para él como enviado en Praga. Tras una exquisita y suculenta comida, los dos hombres discuten tranquilamente acerca de la información que el exportador ha traído consigo, y Dorey, sin inmutarse, decide el asesinato de Alec Worthington, uno de sus agentes destinados en la ciudad checa, el cual está a punto de ser descubierto por el KGB y podría revelar la identidad de otros agentes si es sometido a tortura. En esta escena, que puede recordar vagamente a otra de El factor humano (The Human Factor, 1978), de Graham Greene (1), el jefe de estación de la CIA se muestra más inhumano y maquiavélico que en las dos novelas anteriores. En cierto modo, va a ser a partir de aquí donde los métodos de ambos bandos se equiparen de manera más clara, poniendo Chase más énfasis en las zonas grises y en las ambigüedades inherentes al mundo del espionaje.
Aparte de ordenar la eliminación de Worthington, a Dorey se le hace necesario reemplazarlo, y es consciente de que en esos momentos los rusos se mostrarán susceptibles y alertas ante la llegada de cualquier norteamericano. El ruso a cargo de la seguridad en Praga no es otro sino Malik, y Dorey ya conoce de sobra su infalibilidad. Para ser capaz de colocar a su hombre en posición sin levantar sospechas, Dorey planea levantar ante Malik una cortina de humo. Y dicha cortina de humo la representará Mark Girland, que acaba de regresar de Hong-Kong, y por quien Dorey almacena cierto rencor, después de que, al final de Trato hecho (You Have Yourself a Deal, 1966), Girland le engañara quedándose con 20.000 dólares de la CIA. Así pues, Dorey organiza toda una farsa con el fin de atraer a Girland a Praga y de asegurarse de que, una vez allí, Malik lo cogerá en posesión de un material comprometedor que lo señale como agente encubierto, dejando a los rusos convencidos de que Girland es el sustituto de Worthington mientras el auténtico agente consigue instalarse en la ciudad libre de sospecha.

viernes, 28 de octubre de 2016

Mark Girland. El espía free-lance de James Hadley Chase (1ª parte)

Durante la década de los 60, debido a la caída de ventas que estaba sufriendo la hasta hacía poco muy rentable industria del paperback y al éxito cosechado por Ian Fleming con las novelas de James Bond, fueron varios los autores que, tras haberse especializado en el género negro durante las décadas precedentes, y tratando ahora de adaptarse a las nuevas demandas del mercado, probarían suerte en el thriller de acción y espionaje con la creación de un personaje serializable. Así, por ejemplo, Don Tracy introducía ya en su novela Deadly to Bed (1960), al sargento-jefe Gif Speer, quien protagonizaría otros nueve libros, cerrando el ciclo en 1976 con High, Wide and Ransom. Bill S. Ballinger, también un apreciado especialista de la serie negra, lo intentaría en 1965 con el agente Joaquin Hawks, que a partir de The Spy in the Jungle, y en solo un par de años, protagonizaría cinco novelas. Otros llegarían más tarde a la moda, caso de Gil Brewer, que actuando aquí como negro literario del soldado israelí Harry Arvay, redactaría entre 1975 y 1976 cinco de las aventuras del espía Max Roth.
Ninguno de estos personajes alcanzaría una popularidad siquiera lejanamente comparable a la del espía de Ian Fleming (1), y la mayoría han pasado hoy al olvido, convertidos en material de rastreo para estudiosos de la narrativa popular. Eso no significa, no obstante, que no existan casos dignos de ser rescatados y destacados, bien por su calidad, bien por lo original de su propuesta. Y uno de estos casos lo representaría sin duda el ciclo de cuatro novelas protagonizadas por Mark Girland, el espía independiente creado por James Hadley Chase que aparecería por primera vez en la novela Va en serio (This is for Real, 1965).

martes, 27 de septiembre de 2016

Good-Bye, Chicago. El adiós de William Riley Burnett


Cuando la editorial St. Martin's publicó Good-Bye, Chicago (Good-Bye, Chicago, 1928 - End of an Era, 1981) habían pasado más de doce años desde la última vez que un libro de William Riley Burnett llegase a los estantes de las librerías. El autor todavía se hallaba luchando por ver editada una obra escrita anteriormente y titulada The City People, la cual, tal como él mismo explicaría, le había costado un considerable esfuerzo, dada su ya avanzada edad. La novela consistía, en palabras de Burnett, en “una serie de historias cortas, treinta de ellas, que retratan toda una ciudad. Aparecen todas las capas de la sociedad, desde el vagabundo al multimillonario” (1).
Tal descripción hace pensar automáticamente en dos clásicos de la narrativa estadounidense: el fundamental Winesburg, Ohio (1919), de Sherwood Anderson, y el no menos importante Manhattan Transfer (1925), de John Dos Passos. Ambas novelas ejercían una notable influencia en el panorama literario norteamericano justo en la época en que Burnett se formaba como escritor (2). Esto podría hacer pensar que, de algún modo, el autor estuviese volviendo en el tiempo a su primera etapa, al tipo de narrativa que le había influido y que le había empujado a usar la máquina de escribir.
Lamentablemente, The City People nunca sería publicada, de manera que no podemos comprobar hasta qué punto la novela se habría acercado a dichos referentes. Pero lo que sí podemos constatar es que Good-Bye, Chicago supuso para el autor, en la recta final de su vida (moriría un año más tarde), tanto un regreso a los espacios vitales de sus inicios como un repaso a los temas que habían marcado gran parte de su carrera. Como señalara Javier Coma en el prólogo a la edición de la editorial Noguer, en la novela se detecta “un cierto ánimo de recopilación testamentaria” (Coma 1981[1986]:11).

sábado, 27 de agosto de 2016

Robert Browning y Jim Thompson. "El amante de Porphyria" en "El asesino dentro de mí"


El poema de Robert Browning El amante de Porphyria (Porphyria’s Lover, 1842) está considerado como un acercamiento primerizo del autor a la técnica del monólogo dramático que él mismo contribuiría a desarrollar y perfeccionar. Expresándose a través de la voz en primera persona de un asesino psicópata, el poeta se ponía ya una de las múltiples máscaras que utilizaría a lo largo de su obra. La influencia de este procedimiento llegaría hasta nuestros días, teniendo Browning a su heredera más directa en la contemporánea Carol Ann Duffy. Pero antes de Duffy y fuera del ámbito de la lírica inglesa, en 1952, un escritor de novelas policíacas llamado Jim Thompson había dado una vuelta de tuerca al género al otorgar por primera vez la voz narrativa del libro a un personaje que ya no era sólo un representante de la ley sino también un sádico asesino de tendencias psicopáticas: el ayudante de sheriff Lou Ford. En definitiva, Thompson era el primer autor de género negro que utilizaba al supuesto villano de la historia como medio de expresión y que obligaba al lector a seguir la acción a través de sus ojos, su manera de pensar y su particular filosofía de vida. La novela se titulaba El asesino dentro de mí (The Killer Inside Me, 1952), y a pesar de las obvias distancias formales que la separaban de la obra del poeta británico, guardaba más de un elemento en común con aquella.
Los primeros versos de El amante de Porphyria utilizan la fuerza de la naturaleza como un reflejo de los propios impulsos violentos del narrador. Así, hablándonos de la lluvia y del viento que “Desgajó ramas altas de los olmos” y “Hostigó al lago con ensañamiento” (Browning, versos 3 y 4), el poeta está dando los primeros pasos hacia la psique torturada del narrador. De distinta manera pero con intenciones similares, en el primer capítulo de El asesino dentro de mí, Thompson anuncia mediante un ejemplo inocente y pueril la conducta sádica de su protagonista. Antes de abandonar el local donde acaba de desayunar, Lou Ford se detiene a hablar con el encargado, un viejo conocido que se siente en deuda con él. Ford alarga de forma deliberada la conversación sabiendo que el hombre desea despedirse, y lo hace expresamente con la intención de fastidiarlo. Al empezar a hacerlo reflexiona: “Me caía bien el hombre -a decir verdad me cae bien casi todo el mundo-, demasiado bien como para dejarlo escapar” (Thompson 1952:8). Así sabemos que disfruta haciendo sufrir a los demás incluso en minucias cotidianas. Él mismo describe esta característica como un vicio, un placer incontenible, y distingue entre castigar a la gente con pequeñeces y hacerlo de forma más seria: “Me estaba pasando, pero ya no podía contenerme. Castigar a la gente de ese modo era casi tan agradable como del otro, el de verdad. Ese otro modo que tanto había luchado yo por olvidar -y casi había olvidado- hasta que me tope con ella” (Thompson 1952: 9).

viernes, 29 de julio de 2016

Brainquake. La lucha por la identidad en Samuel Fuller


Ilustración de portada de Glen Orbik
para la edición de Hard Case Crime
Ya en la desconcertante frase de apertura de Brainquake reconocemos una de las constantes de su autor: “Sesenta segundos antes de que el bebé disparase a su padre, las hojas caían perezosamente en Central Park” (Trad. del A.).
Samuel Fuller se había criado viendo girar las rotativas y husmeando entre la sordidez de la vida urbana para llenar las páginas de sucesos. Ya se moviese en un medio u otro, cine o novela, jamás abandonaría la constate periodística de impactar con un buen titular para atrapar al lector antes de sumergirlo en la noticia. Como bien lo explicara Quim Casas, “Fuller comienza la mayoría de sus filmes con una imagen o una escena muy impactantes destinadas tanto a marcar el tono del relato como a capturar el interés del espectador, recurso que viene a ser el equivalente de los titulares llamativos de un periódico” (1). No importa ya si al poco descubrimos que, como es lógico, no ha sido el bebé el autor del disparo. La frase ya ha obtenido su efecto y el clima de extrañeza y de delirio que ha instaurado seguirá acompañándonos a lo largo de las 300 páginas de Brainquake. Aparte de que en la idea precisamente de “matar al padre” se sustentará, si bien de manera más o menos velada, uno de los fundamentos del libro.
Redactada a principios de los años 90, poco antes de la muerte de Fuller, y solo publicada entonces en francés (como Cerebro-choq) y en japonés, Brainquake no vio siquiera la luz en su lengua original hasta septiembre de 2014, después de que la viuda del autor, la actriz Christa Lang, la ofreciera al sello Hard Case Crime, que afortunadamente la terminaría rescatando para el mercado anglosajón (2).

domingo, 19 de junio de 2016

La fatalidad según Manchette


Cuando en 1969 Jean-Patrick Manchette envió el manuscrito de su primer libro, El asunto N’gustro, a la editorial Albin Michelle, esta lo rechazó, recomendándole que lo dirigiese a la colección Série noire, dirigida por Marcel Duhamel, quien sí terminaría publicándolo. Ocho años más tarde, la novela número nueve en la producción del autor, titulada Fatal, sufría una suerte inversa, al ser excluida de Série noire, donde Manchette había seguido publicando casi todas sus obras, por no considerarse lo bastante apropiada para sus estándares. El libro sería finalmente editado por Gallimard fuera de la celebre colección. Lo curioso del caso es que, leídas ambas novelas, no deja de resultar evidente que Fatal encaja mucho mejor en los moldes del noir, y tiene mucho más que aportar a este, que El asunto N’gustro, la cual no dejaba de ser una caricaturesca sátira política, muy subordinada al periodo histórico en que había sido escrita. Más que a su no pertenencia al género, el motivo del rechazo por parte de Série noire había estado al parecer relacionado con la escasez de acción en el libro. Aunque quizás tuviera algo que ver también el hecho de que Fatal fuese, aparte de una fascinante novela corta, una obra hasta cierto punto difícil de clasificar, tan inadvertidamente ambiciosa en su concepto como reveladora en cuanto a la filosofía de su autor.
Lo cierto es que en Fatal sí hay acción. De hecho, hay bastante. Pero esta se halla concentrada casi toda en el último tramo del libro, haciendo que un lector impaciente se pueda desesperar ante lo que a simple vista no sería más que una fría y desapasionada disección de la alta burguesía de provincia, aderezada con esporádicos toques de humor. El panorama de la ficticia Bléville se nos expone mientras seguimos a la protagonista, que para esta ocasión concreta ha adoptado el nombre de Aimée Jouvert. Se trata de una asesina a sueldo que viaja por pequeñas poblaciones prosperas, se codea con la flor y nata local y fisga en sus miserias y rivalidades hasta encontrar la manera de sacarles provecho. De partida, encontramos una de las constantes habituales de la obra de Manchette, nada original por otro lado, como es su reiterado ataque contra la burguesía y sus corruptas instituciones (en varias ocasiones se ha comparado a Fatal con Cosecha roja). Pero las virtudes del libro no serían tantas si terminasen ahí.

miércoles, 11 de mayo de 2016

Ted Lewis y Jack Carter. O el sentimiento jodido de la venganza



Uno de los pasajes más estremecedores de Jack’s Return Home no consiste en una muerte ni en una escena de violencia, que las hay y en abundancia, sino en el momento en que Jack Carter rememora su experiencia sexual con la que estaba a punto de ser la esposa de su hermano: “Todo se había acabado en cinco minutos. Nos echamos sobre la alfombra y al minuto de metérsela me había corrido. Y al minuto de haberme corrido había empezado a sentirme jodidamente mal” (Trad. del A.). Al leer esto, sabemos que Jack nunca ha dejado de sentirse jodidamente mal. Y sabemos que ese sentirse jodidamente mal es en gran medida lo que lo define como personaje.
Ted Lewis tenía apenas 30 años en 1970, cuando publicó la que es sin duda una de las mejores novelas de la historia del género negro. Cinco años antes se había estrenado con una obra de inspiración autobiográfica, All the Way Home and All the Night Through. Considerado bastante unánimemente como un primer paso prometedor pero inmaduro, el libro había pasado sin pena ni gloria por el mercado editorial. Frustrado y dispuesto a convertir su segundo esfuerzo en un éxito de ventas, Lewis había echado mano de su vieja pasión por los films policíacos de serie B y de su conocimiento del mundo del hampa londinense para elaborar un libro que vertiera lo que él necesitaba contar en un molde de narrativa popular capaz de atraer a un buen número de lectores. Y precisamente así, alcanzó su madurez como autor. No era algo nuevo en la novela negra; Jim Thompson o David Goodis, por mencionar dos ejemplos particularmente conocidos, habían pasado más o menos por la misma experiencia, al no obtener demasiada fortuna con su primerizas novelas autobiográficas y acabar alcanzando mejores resultados, tanto artísticos como comerciales, al combinar los códigos del género con sus propias obsesiones personales. Es en parte esta combinación la responsable de convertir las obras de dichos autores en algo único. Y desde luego, resulta fundamental para que Jack’s Return Home (Get Carter, o simplemente Carter, en ediciones posteriores; Asesino implacable en su única traducción al castellano) sea la gran novela que algunos no nos cansamos de ensalzar y reivindicar.
Resumamos lo que hoy en día puede parecer incluso un argumento extremadamente tópico. Después de haber recibido la noticia del fallecimiento de su hermano Frank, Jack Carter viaja a su ciudad natal en el norte de Inglaterra para descubrir qué ha sucedido realmente, convencido de que Frank ha sido asesinado y de que el supuesto accidente de tráfico en el que ha muerto no es más que un montaje para engañarlos a la policía y a él. Atrás deja a los dos mafiosos para los que trabaja en Londres y a su amante, Audrey, novia de uno de estos para más señas, con la que planea fugarse pronto a Sudáfrica abandonándolo todo. Al tiempo que visita a viejos conocidos y molesta a diversos personajes del crimen organizado local, Jack rememora su adolescencia y juventud. De este modo, va descubriendo al lector la compleja relación que mantuvo con su hermano y el hecho de que quizás él mismo no es más inocente que los tipos a los que quiere dar caza. Existe de hecho un paralelismo claro entre el motivo que llevó a Frank a no querer volver a saber nada de Jack (el descubrimiento de que Jack se había acostado con su prometida y de que podía ser, de hecho, el padre de su hija Doreen) y el incidente que ha propiciado su muerte.